miércoles, 14 de septiembre de 2011

Dubitativa aún, me deslicé entre las sábanas. Mis pies quedaron desnudos y helados al borde de la cama y mi pelo alborotado encharcaron la almohada húmeda por los nervios de una mala madrugada.
La sangre había dejado de correr, o eso quería creer yo. El alba me había traído cierta paz que solo pueden trasmitirte los tenues rayos de un sol ahumado tras las nubes que, tímido, empieza a asomar por los ventanales de mi cuarto cochambroso, lleno de papeles, desterrados de mi escritorio...
Apoyé las plantas de los pies suavemente en el suelo pero no quería incorporarme, no en aquel momento.
 Un filo de sol se coló por un resquicio de la persiana y me acarició la cara con un halo de calor infinito y tierno.
Me dolía la espalda pero conseguí ponerme de pié al cabo de un rato. 
El pasillo aún estaba muy oscuro. La luz de las ventanas apenas era capaz de hacer brotar un pequeño brillo para poder ver donde pisaba, pero me dio igual. No hay cosa más oscura que la noche y, por suerte para mí, aquel día la oscuridad ya había terminado. El sol venía a salvarme la vida, un día más.
 

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